El fuego concita la atención de los hombres;
sus llamas ejercen ese misterioso atractivo que hace mantener la mirada fija en
él por largo tiempo. Los jóvenes en edad Ruta se asemejan al fuego.
Sus acciones no pasan desapercibidas para el resto,
su plenitud de vida y sus ímpetus por vivir llaman la atención de los demás
hasta con un dejo de admiración.
El fuego vive y muere. Si lo alimentamos y cuidamos,
el baile de sus llamas, sus colores vivos y cambiantes, sus brasas irradiantes
y su crepitar llaman a la contemplación: el fuego vive. Si no lo alimentamos y
protegemos, sus brasas se extinguen, sus crujidos y su calor desaparecen
quedando sólo cenizas: el fuego muere.
El fuego es vulnerable; el fuego es
cambiante. Puede ser bondadoso al abrigarnos cuando hace frío, puede cocer
nuestros alimentos cuando tenemos hambre y puede reunirnos cuando festejamos.
Pero el fuego también suele ser dañino, pues ante
un descuido puede llamar a la muerte y la destrucción. El fuego nos señala
nuestros límites.
Por los significados antes señalados y por
otras comparaciones que podamos hacer, el fuego es un elemento simbólico para
la Ruta. Este símbolo puede representar además la capacidad de los jóvenes para
hacer pequeños y grandes esfuerzos personales en bien de los demás. Nos recuerda,
por último, la pasión con que los jóvenes defienden y luchan por sus ideales.
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